viernes, 11 de diciembre de 2009

Villoro Juan. Futbol y Justicia

Futbol y justicia

Juan Villoro
11 Dic. 09

Cada vez que un árbitro se equivoca, los fanáticos se acuerdan de la señora de cabellos grises que tuvo la mala fortuna de parirlo.

El futbol es la forma de la pasión mejor repartida del planeta. Las presiones que sufre un silbante son inmensas. La FIFA le aconseja estar a dos metros de la pelota, pero la realidad le entrega descolgadas de vértigo y rebotes parabólicos. En una fracción de segundo, con la vista nublada por el sudor, debe impartir justicia. Su decisión desatará odios y calumnias. El capricho más arraigado del futbol consiste en pedirle objetividad al árbitro y valorarlo con subjetividad.

¿Por qué acepta alguien tan inclemente oficio? La razón es sencilla: nadie es tan aficionado al futbol como un árbitro. Se trata del hincha más secreto y resistente, el aficionado absoluto que por amor al juego no muestra su amor a una camiseta. Obviamente, preferiría ser delantero y llegar al estadio en un bruñido coche deportivo. Por desgracia, sus facultades dan para seguir jugadas pero no para inventarlas. Así las cosas, se contenta con ser el testigo más cercano de la gesta. Sabe que el partido sería imposible sin su presencia y soporta comentarios que no son deudores de la razón, sino del sonido y de la furia.

Idéntico a la vida, el futbol se somete a un principio de incertidumbre. Un silbante nos regala un pénalti y otro se acerca a nuestro ídolo con pasos de fusilamiento y extrae del bolsillo la tarjeta del rubor y la ignominia. El responsable de soplar la ley es el atribulado representante del factor humano. El futbol sería menos divertido y menos ético si no se equivocara.

La reciente eliminación de Irlanda reabrió la polémica sobre la precariedad del arbitraje. En forma injusta, Francia calificó al Mundial. Todo el mundo vio que Henry se acomodaba el balón con la mano para dar un pase que acabaría en gol. Todo el mundo, menos el árbitro. Para colmo, se trató de un error típico. Los silbantes suelen equivocarse en favor de las escuadras poderosas que juegan en su casa. Días después, el Real Madrid enfrentó en el Bernabéu al débil Almería de Hugo Sánchez. El equipo andaluz defendía un heroico 2-2 cuando su portero se lanzó a los pies de un atacante y le sacó el balón. El jugador madridista tropezó y el árbitro decretó pénalti. Cristiano Ronaldo cobró la falta y el portero atajó el tiro. El balón fue a dar a Benzema, quien, de manera ilegal, se encontraba dentro del área en el momento del cobro. El francés anotó y las ilusiones de los pobres se desvanecieron ante la doble fechoría de los millonarios. Una ignominia que obliga a pasar la noche en blanco (castigo adicional para los que detestamos ese color en el futbol).

¿Debe cambiar esto? Los comentaristas de televisión piden que se use el replay para revisar jugadas. Se trata de una opinión interesada que daría aún más poder a la televisión. Las desventajas de este método son muchas. Por principio de cuentas, las cámaras no son objetivas: una toma puede mostrar que la jugada ocurre en fuera de lugar y otra sugerir que el delantero está en posición correcta. Las máquinas también tienen fantasmas. Por lo demás, revisar la jugada interrumpiría un deporte que corre al parejo de la vida. En casos de mucha confusión los partidos durarían como una ópera de Wagner.

El balompié es el más democrático de los deportes. Basta que las porterías tengan redes para que un llano se someta a la misma justicia que Maracaná. Si esto se modifica, en las canchas con tribunales electrónicos se practicaría otro deporte.

Es obvio que los árbitros deben perfeccionar su trabajo y que sus pifias merecen sanciones posteriores. El que se equivoca no va al Mundial; si ya está ahí, no pita la final. Por su parte, el jugador tramposo es suspendido. Los desaguisados no quedan del todo impunes y reciben el más importante de los veredictos: la memoria de la tribu.

Pero la justicia futbolística no puede ser perfecta por una razón aún más importante: el árbitro no es un enviado de Dios ni del gobierno. Tiene un papel mucho más significativo: juega a cumplir la ley. Como los futbolistas, se sirve de las reglas en busca del más alto rendimiento. A veces acierta y a veces falla. Estamos ante un ejemplo superior de la elección individual. Presionado por su circunstancia, actúa conforme a su conciencia. No quiere fallar, pero puede hacerlo. Bajo nuestra voraz mirada, improvisa una sentencia.

El futbol surgió para encandilar a una especie competitiva; sus triunfadores se convierten en ídolos. Pero su jurisprudencia depende de alguien que es como nosotros.

Homero, primer cronista deportivo, dejó una épica definición de lo humano. Cuando Héctor enfrenta a Aquiles sabe que no vencerá al protegido de los dioses. Consciente de su mortalidad, acepta el desafío, el precario regalo de ser hombre.

El futbol se inventó para que Aquiles anotara los goles y Héctor decidiera si son válidos. No tiene caso modificar tan singular atrevimiento: 22 futbolistas juegan a ser dioses y tres jueces juegan a ser hombres.